Me gustaría pedirte perdón de algún modo, mirarte a los ojos y explicarte porqué. En cada conversación insulsa que he tenido durante estos años, mis ojos se vuelan y llegan a mirar si acaso puedes dormir ya.
El otro día me fui corriendo detrás de un perro, no decidí nada, sólo lo seguí. Llegué a un vertedero, y fuera del sebo y del profundo olor a cuerpo, no te hallé a ti. Supongo que no está en nuestro destino encontrarnos. Porque si bien ya me han dicho muchas veces que no es más que una tecla que se toca y ya está, a veces me siento como un instrumento de cuerda. Aunque me toco, me reviso y me fumo, no me logro alcanzar.
Ese día estaba con la espalda pegada al parlante, de a poco empecé a sentir que los bajos de la canción me hacían cosquillas en las costillas, pero no en toda la espalda. Intuyo que a veces me logro liberar de los murmullos que hablan de ti, entonces, creo que de a poco puedo caminar y sentir que una pequeña vuelta de viento no me va a sorprender como lo solía hacer. Pero pasa, y tengo que estar preparada. Con eso no quiero decir que existe algún modo de estarlo, me refiero solamente a la mera capacidad de seguir la vida sin ternuras ajenas.
Porque no hay nada más incómodo que los ojos de otro puestos en una, instruyéndose de un secreto que no se sabía que era secreto.
Ese día me acordé de la vez que partí bien temprano a hacer unos trámites al centro y me encamé con cuanto puñado de sensaciones viví. Entonces lo que resumo no es el beso de un hombre, o las injusticias de un mundo, es todo lo que podría resumir cuando siento la extrema necesidad de cruzar el borde y recapitular sin necesidad de decirlo con nombres y apellidos, sino atendiendo a la mezcolanza de palpitaciones que ya son una repartición de recuerdos que dan calor mirar.