jueves, 11 de julio de 2019

whiskey de dios


Estábamos camino a otro carrete, habíamos hecho toda la noche la pantomima de que éramos amigos todavía. Como si aún habláramos en confianza, cuando en verdad sus palabras me abrían la carne como cuchillos. Ya había llorado un par de veces por eso.

Para que se entienda, para mí él era un ser humano indestructible, incapaz de reconocerlo lejos de mi vida, ausente de toda predicción de extravío. Era mi hermano y también lo amé. Eran esas llaves sin las que no se puede entrar a casa. Y sin embargo nunca supe que esa noche iba a ser la última vez que lo iba a ver.

No porque se muriera horas después. Sino porque simplemente nos dejamos de ver, nos dejamos de escribir, le dejé de sentir el olor y dejamos de compartir el pan con mortadela de la tarde.

Y ahora, después de varios años, el espejismo de que un imprevisto nos va a juntar, se desarmó como una pirámide de cartas. Tan floja que estaba hecha la casa. Hace unos días hablábamos en el auto con Gonzalo sobre las ganas de haber sabido que ese último abrazo de verdad fue el último, de la cantidad de veces que vimos a alguien por última vez sin siquiera preverlo. Obvio que alguien ya había hecho esta idea canción.

Lo del primer párrafo es falso, no sé cuándo nos vimos por última vez y me gustaría haberlo sabido para negarme. Por eso escribo esto, para recordar que hoy me di cuenta que me borró de Facebook y que ese día en la noche, camino a ese carrete, quizás supe por primera vez que nos íbamos a morir.