martes, 9 de diciembre de 2008

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No voy a entrar en detalles. Tampoco voy a declarar con precisión, ninguna de las leseras que alguna vez me dijiste, y tampoco me esforzaré en darle valor a los comentarios importantes, porque ya están dichos.
Menos voy a sostenerme en la idea ridícula de que puedo describir de alguna manera cómo eres, cómo tu cara se constituye en un cuerpo completo que me permite reconocerte entre miles de seres humanos y que a pesar de que tengas sueño o no te hayas duchado, me deja redescubrirte en los ojos caídos de una señora a punto de quedarse dormida, en la carcajada de un niño mientras mira un perro, en el caminar confuso de un hombre mayor o en el olor de mi cuello cualquier día domingo.

Me quiero desprender de la pretensión de que si escribo tu nombre de algún modo ya está claro de quién hablo. Como si existiera sólo un Cristóbal que despierta perversiones en mí, una sola Susana que pinta cuadros, una sola Claudia con desorden bipolar, un solo Pedro capaz de mentir como los dioses.
Como si declamando un par de letras, pudiera lograr el premio de tu atención.

No voy a contar nada relevante.
Menos voy a ensalzar un detalle adorable y cotidiano para hacer que suene bonito que pierdo el tiempo declarando el cómo una persona que no existe toma desayuno.
Un desayuno, tan adorable, como el que ocurre cuando con delicadeza separas cada uno de los cereales de tu tazón para formar sobre el tope, y flotando, la figura de un árbol.
O que de pronto el estudio resulte una actividad encantadora si lo cuento resaltando una manía que sólo yo veo, y que puedo traducirla si explico, en un par de frases y con una redacción medianamente poética que, mientras lees, te tomas el pelo, te lo desenredas, te lo vuelves a tomar y te haces un moño sin amarras que en un segundo deshaces.
Como dejando en claro que, con eso, estas haciendo una mueca de puro inconformismo. No así cuando derramas tu pelo sobre mi espalda descubierta, sólo para decirme que de algún modo, que no logras entender, es posible que me ames.

¿Para qué tendría la necesidad de escribir algo así? Para qué confirmar deseos y descubrir gestos, que probablemente no existen, mientras puntualizo tu voz llena de recovecos. Si al final, esto va a ser olvidado, va a constituir otro de muchos recuerdos prescindibles, nada que se pueda finalmente comer, ni menos besar.

Es lo que es, nada más. Las ganas de decirte que te abroches los zapatos y así sentir que después de tantos años, al fin precisas algo de mí.