martes, 9 de diciembre de 2008

5


No voy a entrar en detalles. Tampoco voy a declarar con precisión, ninguna de las leseras que alguna vez me dijiste, y tampoco me esforzaré en darle valor a los comentarios importantes, porque ya están dichos.
Menos voy a sostenerme en la idea ridícula de que puedo describir de alguna manera cómo eres, cómo tu cara se constituye en un cuerpo completo que me permite reconocerte entre miles de seres humanos y que a pesar de que tengas sueño o no te hayas duchado, me deja redescubrirte en los ojos caídos de una señora a punto de quedarse dormida, en la carcajada de un niño mientras mira un perro, en el caminar confuso de un hombre mayor o en el olor de mi cuello cualquier día domingo.

Me quiero desprender de la pretensión de que si escribo tu nombre de algún modo ya está claro de quién hablo. Como si existiera sólo un Cristóbal que despierta perversiones en mí, una sola Susana que pinta cuadros, una sola Claudia con desorden bipolar, un solo Pedro capaz de mentir como los dioses.
Como si declamando un par de letras, pudiera lograr el premio de tu atención.

No voy a contar nada relevante.
Menos voy a ensalzar un detalle adorable y cotidiano para hacer que suene bonito que pierdo el tiempo declarando el cómo una persona que no existe toma desayuno.
Un desayuno, tan adorable, como el que ocurre cuando con delicadeza separas cada uno de los cereales de tu tazón para formar sobre el tope, y flotando, la figura de un árbol.
O que de pronto el estudio resulte una actividad encantadora si lo cuento resaltando una manía que sólo yo veo, y que puedo traducirla si explico, en un par de frases y con una redacción medianamente poética que, mientras lees, te tomas el pelo, te lo desenredas, te lo vuelves a tomar y te haces un moño sin amarras que en un segundo deshaces.
Como dejando en claro que, con eso, estas haciendo una mueca de puro inconformismo. No así cuando derramas tu pelo sobre mi espalda descubierta, sólo para decirme que de algún modo, que no logras entender, es posible que me ames.

¿Para qué tendría la necesidad de escribir algo así? Para qué confirmar deseos y descubrir gestos, que probablemente no existen, mientras puntualizo tu voz llena de recovecos. Si al final, esto va a ser olvidado, va a constituir otro de muchos recuerdos prescindibles, nada que se pueda finalmente comer, ni menos besar.

Es lo que es, nada más. Las ganas de decirte que te abroches los zapatos y así sentir que después de tantos años, al fin precisas algo de mí.

domingo, 16 de noviembre de 2008

4


Yo no le temo a esto que me pasa, no temo a entregarme a sentir dolor. Me repugnan las historias marchitas sin siquiera abrirse, tan cursis. Me molesta comerme las ganas de llenarme de besos por el miedo del que todos hablan y por el que todos estiran la trompita, cuando la verdad es que el dolor se mantiene intacto aún cuando se tenga al lado a un hombre o a un gusano.
Aún cuando haya una mina en tu cocina a las 9 de la mañana preparándote el desayuno, o un hombre mandándote cartas mamonas los días de fiesta.
No estoy hablando de la minucia del amor, estoy hablando de lo precario de la excusa del dolor. Si al final lo que nos duele, es lo que se nos ocurra somatizar de aterrador en cualquier día irrelevante y falto de grandes motivos.
¿Para qué el discurso del miedo, flaco?-¿A qué le tienes miedo, a ver?
¿A morir o a ser olvidado?
¿A follarte a esa mina o a perderla?
Sí, ya sé flaco.
A que te rechacen
A hacer el ridículo
A fracasar y a perder.
¡Por favor! No se trata de andar deshabitando lugares para ir a echarse a morir.
Se trata del deleite que me produce haberme dado cuenta, hace varios años atrás, que no se puede seguir engañando a la gente de que las cosas –no se bajo cuál paradigma de amor- terminan pudriéndose, perdiéndose o haciéndose yayitas.
Ahora bien:
-Si te caes escalera abajo, entonces el delirio es posible
-Si se le rompe la bolsa a una mujer, entonces es factible un parto.
-Si una paloma te caga la cabeza, entonces es prudente irritarse y llorar si lo estimas necesario.

Pero si un hombre a usted la deja, llegará otro a hacerle el cariñito en el cuello que tanto le gusta o vendrá a darle el besito en el muslo que la vuelve loca. Llegarán los hijos para que la despierten de golpe a las 7 de la mañana con las patitas heladas.

Mi nombre es Eva y tengo miles de años.

Y si yo hubiese podido elegir, no lo hubiese escogido a él. Pero por desgracia, ha sido la única opción que se me ha dado.

En el caso de haberlo elegido, habría botado sus peros y podría haber tenido el valor para deshacerme con otro y marchitarme hasta el pelo en las manos de un cuarto y en un quinto callar, tener el recuerdo de un placer, de una carcajada y de un llanto a moco tendido con otros muchos.
Pero yo no pude elegir, yo pude dejarme llenar por un hombre plano que dudé conocer, pero que era el único hombre. Era mi él.
El que se apodera de mi recuerdo, el que me repugna algunas mañanas mirar, el que se parece a mi padre, el que se ríe conmigo del pronóstico del tiempo mientras hace llover en mis adentros apenas se lo propone. Aquel que me derrite el paladar mientras masculla los pocos dientes que me quedan y se saborea los nulos pelos de mi lengua que se pronuncian en su saliva ácida y exquisita.

No me quedó otra más que él.
Entonces, el amor se trasviste en un juego del que satisfecha no puedo.
De él son las verdades, de él me nace el verso presuntuoso.
Y no me dejó elegir, me dejó (de) doler.
Se me presentó, así como lo ves, y me dijo que sería contraproducente resistirme, que no había porqué.

Estoy segura que se lo dice a todas el muy conchadesumadre.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

3


Aprendí a escribir a los 4 años.
La gente estaba extasiada, mi familia chillaba como loca, y me llevaron a Sábado Gigante para que transcribiera un poema de Becker, mientras Don Francis hablaba de Nescafé.

Me llamaron genio. En esa época no se usaba esa lesera de decir ellas y ellos, buenos y buenas, señores y señoras, niñas y niños, padres y madres. Yo era genio.

Pero a mi no me gustaba mi letra, la encontraba gorda, medio sucia, lenta y carente de personalidad. Era una letra plana, prácticamente ilegible, pero la gracia eran los 4 años.

Cuando cumplí 12, mi mamá me regaló una bicicleta, y cuando me caí, apenas pasadas las dos pedaleadas, me miró con una cara de preocupación que no voy a olvidar nunca.
Todos supieron que lo de genio, era para niñitos hombres. Mi hermano Diego había aprendido a andar en bicicleta, esa misma tarde, a los 3.

Ambos llevamos, en la actualidad, 5 años en un centro de rehabilitacion
Yo, por haberme hecho adicta a la pasta del lapiz bic.
Él, por no saber que cuerno se podía hacer con las ganas de tirarse a cada bicicleta que pasaba con un cabro chico arriba.

Ahora bien, también es cierto que el día que decidimos ser seres vivos tuvimos que asumir que cuando uno se rompe la piel, entonces sangra. Así mismo como cuando uno se muerde los labios, o la lengua. Ya sea responsabilidad propia o ajena.
Es eso o ser piedra, no hay donde perderse.

lunes, 20 de octubre de 2008

2


Tu cara estaba restringida porque mirabas hacia abajo. Abajo ya no puedo mirarte, es demasiado frágil, demasiado poca cosa. Aún así, tenía un secreto deseo de escucharte, de hacer caso omiso al hecho de no conocer ni tu nombre. Callo, escucho, muevo la cabeza y me arrodillo. Miento, eso no lo haría nunca. Lo hago para darle dramatismo, para que usted dijera ¡diablos! Creo que me es imposible inferir de quién habla.
No sé, a veces hablo de más. De las ganas de saber de mí, a veces de mis hermanos, de la modorra que me da levantarme, de los aniversarios, de mi amiga que llora sensible las penas de su madre o del olor a vainilla cuando hacen queque en mi casa.
Él estaba ahí parado, con el cuerpo frío después de su clase de aeróbica, muerto de miedo frente a una malla color verde limón que se meneaba camino al baño. Ella siempre bostezaba cuando él la miraba, a él no dejaba de parecerle encantador.
Sin embargo, en la perfección de una relación anónima, a él se le ocurrió arriesgarlo todo por un cigarro prescindible.
Por una voz de pito que nacía desde una boca roja, desde una cara que me parece tan buena, tan perfectamente construida. Me gustaría pagar sus acciones y pretender que, de algún modo, en la perversión creadora del lenguaje, es posible llevarlo conmigo y atravesar el desierto, comer en una mesa y observar su cara mientras muerde un pan, mientras roe un pedazo de carne o mientras deshace una jalea empujando su lengua contra el paladar. Resistir, menguar la mañana. Salir a caminar en pijama por alguna avenida deshabitada. Hacer referencia a alguna infancia bien constituida.
Aún en malla, en red de terciopelo, saber con mucha gracia el esquema en tres tiempos, dar un fabuloso examen, irse a dictar clases a Francia, y en una de esas, adquirir allá mismo el sabor latino. Siempre me han llamado la atención las rutas de vigilancia, inocentes caminos tan llenos de hombres rabiosos, que espero que algún día se conviertan en fanáticos del gospel y, porqué no, del canto gregoriano.
¡Uy! no descarto que la mujer quisiera hacer lluvia del ojo, del lago, del lado y del sur.
Sigo sobre su cabeza, la misma que gacha, no es capaz de girarse y ver el cielo, pero que diestramente come del suelo y enloda las palabras con amenas experiencias de vida que a casi nadie le importa.
Eres un cerdo.
Una muchachita maravillosa.
Un hombre con hocico de puerco. Te alegras de llevar en tu mano miles de chinos con pistola, uno de esos juguetes que resultan absurdos, aún hundidos en un mar de estupidez, proyectos de niño problema que tu papá, en su ignorancia, no supo ver.
Entonces: no me queda más que un adiós precario, benevolente por lo burdo que, insistente en un último ¡buenos días!, me declare vivo una vez más en el desayuno.
Mas no le temo a la muerte. Él le teme a la muerte.
Ella no le teme a morir, no le teme a los placeres del mundo, no le teme al pastel del choclo ni a los relámpagos. Eso sí, le teme a la tapa fría del water, a las peleas que se tuercen en un bar y le teme, sin dudarlo, a los gitanos.
Algunas tardes, le teme a sospechar que estamos demasiado acostumbrados a esta peligrosa forma de vida.
Pero son las menos.

lunes, 13 de octubre de 2008

1


Se está acabando mi cigarro. Sospecho que no me quedan más en la cajetilla, así que decido tomármelo con calma. El día no está para salir a dar una vuelta y en las farmacias aún no venden cigarros. Así que tendría que caminar demasiado lejos como para tomar las llaves y partir.

En lo alto de mi reflexión, me encuentro con tus manos que me invitan a pasar un rato en nuestra cama. Harto de mirarlas, me fijo que las tienes secas -tan secas- como sonaron tus palabras el día que me dijiste que el güea del Pablo era mejor que yo.

No sé a qué culpar, mientras subimos las escaleras y te saco la blusa, si a tus dientes amarillos o al mal hábito que tienes de hablar mientras comes sólo para insistirme lo bien que me veo, con la esperanza ridícula de que te diga que tú también.

No se para que lo haces, si sabes que eres absurdamente bella. Aunque es cierto, que de un tiempo a esta parte, decididamente aburrida y predecible. Repleta de abusadores masajes capilares y cremas contra la celulitis, reglas para comer al desayuno y técnicas para hacer la cama en tiempo récord.

Me tocas el cuello, me besas despacio con tu lengua y cantas desafinado, en mi oído, la misma canción de hace cinco años. Yo me río por cumplir.

Ya son las nueve, sé que a esta hora te tomas la pastilla. Pero pienso, tres minutos más y estamos.

Te miro y de inmediato una referencia al abuso de poder, a los años compartidos, al Big Bang aparte que me provoca tocarte.
Me detengo en tu tórax, no dejo de pensar en lo repugnante de tu hálito de día domingo.
Y aprovecho de rezar, de hacer más productivo mi amor por ti.

Cuando caigo en cuenta que
Se acabó.

Voy a tener que salir a comprar más cigarros y es a ti a quién voy a tener que rogar que me acompañes, haciéndote ascender al cargo de indispensable.

Aunque sé que convencerte está en ofrecer que de cena, yo cocino chocolate.