Había esperado más de lo habitual, eran ya pasadas las 8 semanas y francamente me daba vergüenza llegar así, sin haber siquiera acordado una cita.
Nunca había ido a ese lugar a depilarme. Entré con pantalones largos en medio del verano y no sabía cuánto me iban a cobrar, pero tenía que tomar un vuelo esa misma tarde y suelo dejar las cosas para última hora.
También suelo apretarme con un frenesí innecesario cualquier punto negro que me aparezca en la frente.
No fui capaz de empezar a desvestirme hasta que Pamela salió del box pintado de blanco que se clavaba en medio del salón.
Estaba adornado con una virgen chillona, un calendario romántico del 2009, un espejo infame y un olor a cera depilatoria que -sadomasoquistamente confieso- me fascina.
En todo caso, supe que se llamaba Pamela porque luego de quedar con el cuerpo un poco al aire, recostada sobre una camilla envuelta en papel nova, necesité decirle una frase cómoda y socialmente aceptada, digna de romper el silencio incómodo que nació después de que se le llenara la cara de desaprobación frente a mis piernas sin crema y perrunas, mi entrepierna pudorosa y mis algo así como 20 kilos de más. Así que el
cómo te llamas me pareció una decisión prudente.
Pero de ahí en adelante el silencio, el silencio y la envidia.
La cosa es simple. No es que yo esperara que la loca me contara su vida, lo que pasa es que cuando te depilan en general te meten en un box con hartos box vecinos, cada uno con su respectiva señora forrada en un delantal blanco. Y lo digo sinceramente, yo estaba dispuesta a continuar una conversación medianamente fluida si es que ella hubiese querido, pero algo pasa conmigo apenas me aplican el derivado de miel de abeja que no se escucha nada más que silencio.
Sinceramente, yo creo que tengo hartas cosas que contar, las abejas –por ejemplo- son muy trabajadoras, me acuerdo que el Profesor Rossa contaba como hacían sus casas vomitando. Eso le podría haber contado, pero estaba trabajando, y temí que pensara que le decía que parecía abeja con dolor de guata. Eso podría haber derivado en una mala concepción de lo que yo soy como persona, y ahora que en el mundo reinan los individuos –de clases particulares-, hay que cuidar la presentación personal me parece.
Pamela no era la única mujer que me había depilado en silencio, ya lo habían hecho Yohanna, Myriam y cualquiera de las 33 mujeres que me han depilado desde que tengo 13 años y cualquiera de ellas me hubiesen servido de cofesionario para no sentirme tan profundamente desarraigada del género femenino. Cada vez que vivo esos 30 minutos de calor, de dolor rústico, de ritual melodramático, me vienen las ganas incontenibles de conversar, y como resultado previsible: el abúlico silencio y el boyerismo de mis oidos que terminan escuchando la conversación ajena del box de al lado, una aventura infiel que rebota por la pieza chica en la que me trasquilan con naturalidad, hija de alguna cara que jamás alcanzo a conocer. Los relatos a veces se pierden en la canción de arjona que siempre me toca escuchar cuando miro al techo, cuando me pongo de guata o cuando me toca mirarme en el espejo, igual eso es una exageración, a veces escucho a sanz y tarareo un poco.
No tendría problemas en que esas canciones coronaran las confesiones que aderezo con datitos como que me creo super modelo cuando salgo de la ducha y me seco mirándome de reojo, como si el espejo fuera el digno espejo retrovisor de un auto en medio de la carretera. Pero ya avanzamos pierna completa y hay silencio. Entonces le digo que quiero hacerme el rebaje, le cuento a Pamela que soy cosquillosa, que si salto no es porque me duela, ni porque no quiera, sino porque es un reflejo. Pero Pamela tiene un lunar cerca de la barbilla que me desconcentra, así que me callo y escucho a una mina con voz de de vieja que le gusta recibir de manos de su supervisor las noticias de cualquier encarguito que el jefe le haga, porque siempre incluye algún mensaje con doble sentido que adora descifrar. Pero ya veo que se acabó la entrepierna, me preguntan si quiero alcohol, le digo que si, a los pocos segundos me ordenan que me vista y que a la salida le tengo que pagar a la recepcionista 4 lucas.No le conté nada a nadie, no tuve necesidad de renombrar mi placer culpable. Una vez más me veo desde lejos acercándome despacio, tarde. Desarraigada del bien común, muda ante la necesidad de nombrar mi dolor poco conocido y tajante, tan inmensamente aparte. Para ser sincera, algo imprudente, indescifrable y poco relevante. Naturalmete poco relevante.
Es cierto que intuyo un olor, pero no pertenezco a nada. Me veo las piernas y se ven de mujer, una especie de venganza sutil en contra de mi silencio y de mi ausencia, de mi retórica personal, de mi absoluta incompetencia para hacerme parte de una sensación mundialmente conocida.
Mi vuelo sale a las 3 y media.
Miro el mostrador y le digo en voz alta -No ando con más sencillo Pamela, me voy de viaje, sólo ando con diez-.
La recepcionista se llamaba Claudia, me aclararon inmediatamente después.